Para calmar sus ansiedades —”me da mucha paranoia este lugar”—, Keyber agarra una linterna, revuelve en su mochila y saca un libro, Angelitos empantanados, de Andrés Caicedo, un escritor colombiano que se suicidó a los 25 años. Fue a finales de los años setenta, un tiempo en el que los jóvenes querían morir pronto y dejar un cadáver bonito. Keyber tiene 17 años y le gusta husmear en librerías de segunda mano, tocar la guitarra, subir stories graciosas a Instagram. En mitad de esta selva oscura, llena de peligros, se agarra a la vida como un poseso, tan joven, tan loco como está por la música y la literatura. Lee a Caicedo y por unos instantes su vida se limpia de miedos y preocupaciones. Enfoca las páginas con una luz mortecina por la falta de pilas, con cuidado de no despertar a su madre y a su hermana, de 10 años, que duermen a su lado en la tienda de campaña. Los tres se embarcaron en la aventura de cruzar la selva del Darién, uno de los pasos fronterizos más transitados del mundo. Keyber quiso traer más libros, pero su madre se los sacó para guardar en su lugar latas de atún, botellas de agua, barritas energéticas, repelente contra los mosquitos. Dice que tiene la mentalidad de “una máquina; coño, un cíborg”, dejando al lado la sentimentalidad o los pensamientos negativos. No ha llorado, no ha reído. En sus ojos, la nada, una mirada vacía. Se ha cruzado a gente sentada en piedras, hablando con otros y le hierve la sangre. “Esto no son unas vacaciones, coño”. Romántico como es en otras circunstancias, no le resulta ajena la grandiosidad de la naturaleza: “Yo quería parcharme un rato porque la selva es bonita, pero te engaña con su belleza. Te quedas contemplándola y te mata”. En los cinco últimos años, más de un millón de personas se han jugado la vida en este tramo del planeta entre Colombia y Panamá. Planean llegar, sobre todo, a Estados Unidos, donde creen que les espera el sueño dorado.